sábado, 16 de marzo de 2019

T58: El Fin del Sueño


Aún ahora, en que el pulso me tiembla sin remedio y los dedos trazan irregulares líneas en el papel, casi sin conseguir ligar unas letras a otras en una palabra apenas inteligible, me gusta sentarme al anochecer en este rincón del salón, junto a la repleta librería de madera de acacia, a la luz de esta antigua lamparita cromada cuya bombilla incandescente, obsoleta y seguramente ilegal, tiñe todo de un cálido tono miel, para escribir alguna de las cosas que he podido vivir antes de que el pozo de mi memoria se quede seco o, lo que probablemente sucederá antes, no sea capaz de encontrar la manera de subir el cubo con la preciada recompensa.

Siempre me ha gustado seguir mi particular ritual lentamente, incluso en mi juventud. 
 
Primero retirar ligeramente la lámpara para dejar espacio suficiente para acomodar unos pliegos de papel verjurado, siempre blanco, flanqueados por el estuche de la estilográfica y el bote de tinta, cuyo color depende de mi estado de ánimo, o del carácter del escrito que voy a acometer.

Después con cortos movimientos, pausados y sencillos, abro el estuche de cuero rugoso disfrutando de su especial tacto y saco la estilográfica de su mullida cama de seda. Es un dulce despertar. A veces incluso le digo unas palabras como si abrazara a un bebé fuera de su cuna: “...ha llegado el momento de que te expreses...”. 
 
El cuerpo de celuloide laminado semitransparente – terso, pulido – muestra los brillos nacarados de las franjas silver pearl. Apenas pesa. Descansa en la mano casi sin apreciarse. Como un niño aún dormido en los brazos de su padre.

Desenrosco el capuchón con ese elegante clip art decó en forma de flecha – golden arrow se llamó en el momento de su lanzamiento este modelo, allá por el final de los años 30 del siglo pasado – y extraigo el cuerpo cilíndrico y curvado con el plumín de 14 kilates fino y brillante. Me gusta mantenerlas impecables, limpias y listas para el uso.

Hago girar el final del cuerpo y dejo a la vista el botón de plástico transparente – fruto de las restricciones de la época de guerra en que se sustituyó el original metálico – que al accionarlo presiona el diafragma interior y vacía el depósito. Destapo el frasco de la tinta marrón chocolate, esta vez , será por el ambiente invernal próximo a la Navidad, y sumerjo ligeramente el plumín que desparece en el denso líquido. 
 
Presiono lentamente el botón – ese sistema de llenado que revolucionó el mundo de las estilográficas y que se convirtió en el método más limpio y seguro – y el aire sale formando pequeñas burbujas que aparecen en la superficie y crean curiosos reflejos en la capa de tinta. Al soltarlo el líquido entra por succión en el interior del cuerpo – el primer depósito sin funda de la historia – y lo rellena poco a poco, intentando expulsar el aire contenido. Repito la operación varias veces pausadamente, aguantando unas décimas en el punto máximo de presión antes de soltar tal y como recomendaba el fabricante, para que poco a poco el aire residual vaya siendo expulsado y la cavidad quede totalmente rellena de tinta. 
 
Finalizada la operación, mezcla de tradición y tecnología, limpio con un paño liso sin pelusas el plumín y me apresto a probar su escritura. Con una suave sensación de firmeza se apoya en el papel y se desliza fácilmente dejando su rastro de color marrón. El aroma de la tinta con esencia de canela, inunda sutilmente la atmósfera bajo la cálida luz de la lámpara de mesa. El plumín, duro pero flexible, se curva infalible abriendo el punto con facilidad según presiono. La escritura se convierte entonces un arte.


Recuerdo aquella temporada 58... “el año en que acabó el sueño” escribieron los periódicos.
En realidad, el sueño llevaba ya varias temporadas siendo un duerme vela inquieto e inseguro y en aquella se convirtió casi en pesadilla. En el equipo éramos muy conscientes de ello y aunque sufrimos por la impotencia, nuestro disgusto fue mucho menor que el de los aficionados. En el Club muchos se negaban a admitir la realidad y lo peor es que sobre todo en los medios, se seguía exigiendo unos resultados que no estaban a nuestro alcance. Fue una época dura, sin duda.
El Equipo se había forjado apoyado en veteranos de mucha calidad y algunos jóvenes muy valiosos, sobre todo en el mediocampo. Y con el paso del tiempo aunque los segundos alcanzaron su máximo potencial, la defensa y la delantera perdían cualidades sin cesar. Éramos un gigante con pies de barro. Bueno, o una locomotora sin ruedas, ni raíles... difícilmente podía ir a ningún sitio.
En vista de lo que venía sucediendo en las temporadas previas y de que no había mucho más margen de mejora con el entrenamiento de jugadas, decidí cambiar – como por otro lado estaba ya planificado desde hacía tiempo – al de anotación, que nos había dado grandes alegrías y enormes jugadores en el pasado con el Míster Gierada. Los partidos se habían convertido en una frustración porque por mucho que domináramos, no éramos capaces de hacer goles y en cambio cada vez que nos llegaban, nos marcaban. Esto fue minando a los jugadores y no se podía comprender desde la grada. La verdad es que injustamente se acusó a algunos jugadores o al conjunto, por su falta de dedicación. Pero no era esa la causa. Cuando el oxígeno no llega a las piernas, hace tiempo que no pasa por el cerebro. Y si la cabeza está vacía, el corazón no importa.
La apuesta era fuerte y valiente, pero era la única salida y desde el principio significaba ponernos en un gran riesgo, casi una certeza, de perder la categoría.
El recorrido en V había sido increíble. Nadie pudo jamás soñar con algo así.
Llegamos a base de esfuerzo en un partido de promoción histórico. Y durante las primeras dos temporadas habíamos arañado la salvación del descenso directo, y a base de corazón, habíamos conseguido mantenernos en el partido de promoción. Éramos un enano compitiendo con gigantes. Y todos lo asumimos. Y parecía lo normal.
Quizás el desastre – qué ironía – fue el éxito impensable de la tercera temporada en V, la 55. De golpe todo encajó y el Equipo se aupó a la segunda plaza del grupo, ¡ en V nada menos !. Fue un momento mágico y el premio a mucho trabajo tanto en los despachos como en el terreno de juego y sobre todo llevados por el clamor y apoyo de las gradas.
Pero, las expectativas se dispararon.
A muchos se les subió el éxito a la cabeza y les nubló la vista, y dejaron de ver la realidad. La temporada siguiente a pesar de los buenos resultados, similares a la 55, acabamos cuartos. El resto de los equipos también mejoraban, ¡qué demonios!, pero eso nadie parecía comprenderlo.
En la 57 volvimos a nuestro lugar y de nuevo nos salvamos in extremis del descenso directo, en el último partido. Y ganábamos el partido de promoción brillantemente. Era como prolongar la condena una temporada más.
Y al final llegó el descenso. Es verdad que podríamos habernos salvado de nuevo en el último partido. El Equipo estaba agotado y las lesiones, sobre todo en defensa, nos tenían muy limitados. Decidí hacer una alineación, un poco arriesgada, pero en mi cabeza, muy adecuada. Premié a los jugadores que estaban en mejor forma y que más habían trabajado. Pero se nos escapó entre los dedos.
Al final habíamos conseguido depender de nosotros, de nuestra victoria, en ese último partido frente al cuarto clasificado. Saltamos al campo pensando sólo en la victoria. No servía otro resultado. Pusimos una 2-5-3: no se puede ser más directo. El principio, a pesar de las ocasiones que creábamos, parecía un calco del resto de la temporada – y alguna anterior –, dominio, pero el gol no llegaba. Por fortuna atrás, Hajiabadi en la portería y Majidi y Kida, con la ausencia de César lesionado gravemente y obligado a la retirada, se empleaban como auténticas fieras frente a la clara superioridad del ataque rival.
Pero no se puede aguantar eternamente y al principio de la segunda parte nos hicieron dos goles en dos minutos, en dos ocasiones de las cinco que consiguieron hacer en todo el encuentro. Qué crueles son a veces las cifras.
Por suerte teníamos grandes jugadores y grandes mitos en el Equipo siempre los hemos tenido que sabían cuándo se les necesitaba. Un par de minutos después, el Ratoncito, convertido ya en un veterano indispensable y segundo capitán, asumió la ausencia de Molins, también lesionado, y decidió ser él quien empezara a cambiar el destino. Una internada brillante a base de picardía y habilidad, rematada con un disparo tremendo que restalló en el larguero antes de reventar las mallas –como le gustaba al gran Maestro Holandés del eterno número 14 – nos dio el 1-2.
La reacción del resto del Equipo, espoleado por su líder, no se hizo esperar y una aluvión de juego nos llevó, apenas tres minutos después a forzar al contrario a cometer un penalti, que el fiable Majidi no desaprovechó. Era el 2-2 y quedaban más de 25 minutos.
Lo seguimos intentado, pero el rival sacó refuerzos frescos, incluso de mayor calidad. Es lo que tienen los equipos de este nivel. Y a pesar del esfuerzo y el dominio, no logramos marcar el gol de la victoria. Y de la promoción.
Cuando sonó el silbato con el 2-2 en el marcador, una proeza sin duda, creo que a muchos se les cayó la venda de los ojos.
Terminábamos la temporada con tan sólo 1 victoria y 1 empate, – bueno, contabilizamos otras dos por la baja de uno de los equipos del grupo – y con apenas 8 goles marcados en 14 partidos. El pichichi del Equipo en Liga fue Majidi con 3 dianas, lo que es una cifra realmente insignificante. En toda la temporada nos sorprendimos con grandes goleadas en Copa, donde el Equipo alcanzó la nada desdeñable tercera ronda y posteriormente la cuarta en la Rubí. En total 25 goles con el canterano Jarés, el fiable Gomila, el emperador César y un comprometido Pinilla, alcanzando cada uno la máxima cantidad de 3 goles. En los amistosos, Toledo, un joven canterano que vio frustrado su ascenso en mediocampo con el cambio de entrenamiento, se resarció convirtiéndose en el máximo goleador con 4 tantos.
Con estos resultados, realmente hay que reconocer que no nos merecíamos seguir en la categoría. Creo que aun hoy en día, hay muchos que siguen sin entenderlo. La sentencia casi era una liberación.
El proyecto estaba de nuevo vivo: bajar a VI y competir de nuevo; terminar de formar a los magníficos delanteros que habíamos criado en el juvenil: Jarés sorprendente máximo goleador de la temporada y que ya apuntaba a lo que llegaría a ser; Parfenie y Filegonio Orge, el futuro capitán, e incluso traer nuevos jóvenes de fuera; recuperar el espíritu de victoria y entrar en el mercado tras varias temporadas de ahorro para renovar la defensa y hasta la portería a pesar de la calidad existente; … en fin... sacábamos la cabeza del pozo en el que habíamos sufrido varias temporada y en especial en aquella en que como récord sólo podríamos contar las goleadas en contra...
No quedaba otra que hacer examen, pulsar las teclas necesarias en el ánimo de jugadores y afición y ponerse a trabajar. Una temporada da para mucho y el objetivo del ascenso a V, al que no había por qué renunciar, exigia lo mejor de cada uno de nosotros.”


domingo, 3 de marzo de 2019

Juan Gilbert: el mejor jugador de la historia


Don Albert miró el pequeño reloj de cuco que colgaba al otro lado del chiscón, levantándose las gafas hasta la amplia calva. Durante unos segundos le costó enfocar la mirada, por la tenue luz que iluminaba la parte alta de la pared y por llevar varias horas trabajando tras las gruesas lentes de cerca. Alrededor de él, acuclillado sobre un taburete de poco más de un palmo de altura, se extendía una marea de zapatos y botas de todo tipo y tamaño, en un ineescrutable orden que sólo él conocía. Las manillas señalaban las ocho menos diez.
La campanilla sonó al abrirse la puerta. Tras el bajo mostrador de madera oscurecida por las sucesivas capas de barniz apareció su primogénito Albert, como él, quitándose el grueso gorro de lana.

Ya he entregado el último”, dijo mientras trataba de calentarse las manos, juntas, con el aliento. 
"Ve recogiendo, anda”, le contestó sin levantar la vista, mientras terminaba de pulir con la gamuza un par de borceguíes recién hechos.

El joven con diligencia cerró las contraventanas del pequeño escaparate que ocupaba la única fachada y comenzó a barrer los restos de cuero, clavos y trapos manchados de betún que se acumulaban en el serrín que cubría la desgastada tarima.

El pequeño espacio era un festín de olores y fragancias. 

La luz baja, concentrada en el suelo, sacaba matices diversos a la madera que cubría el zócalo y el mostrador con los estantes donde se acumulaban los zapatos reparados para entregar a los clientes.

Al poco D. Albert se levantó quejumbrosamente de su escabel y se colocó la zamarra de grueso paño mientras recogía el paquete recién envuelto en papel de estraza y atado con un cordón viejo y salió mientras su hijo apagaba la luz y cerraba la puerta.

Un penetrante chirrido acompañó la bajada del cierre metálico. “A ver si mañana le echamos un poco de grasa a los carriles”, pensó. Echado el candado, padre e hijo se dirigieron andando pausadamente y en silencio calle abajo hasta cruzar el río. Luego una suave pendiente flanqueada por álamos les condujo hasta un arco que daba entrada a la plaza porticada. La atravesaron por el centro, siguiendo el eje mayor, mientras observaban de refilón los escaparates ya adornados con luces y estrellas.

Al otro lado, a la derecha, una calleja estrecha y serpenteante que salía hacia el este, desembocaba un centenar de metros después en un escondido patio irregular en fondo de saco. Al acercarse oyeron el golpeteo de un viejo balón de cuero deshinchado rebotando contra los muros de piedra. El sonido del puntapié y posterior choque con las paredes, era rítmico y constante.

Antes de que se les pudiera ver desde el pequeño patio, el rebote del balón se detuvo y tras un breve silencio, el sonido de unos pies menudos corriendo a pasos cortos y rápidos repiqueteó sobre los adoquines.

Juan, el pequeño de los varones, nacido el año siguiente a que dejaran su tierra, apareció por la esquina con el balón bajo el brazo y el cuerpo inclinado para mejorar la velocidad del giro, con su flequillo revuelto, sus pantalones cortos y las mejillas encendidas por el ejercicio.

Corrió hacia los dos hombres y se detuvo, respetuosamente unos metros antes, clavando sus ojos marrones en su padre a la espera del permiso para saludar.
Sin levantar la mirada del pavimento D. Albert dijo secamente: “Hola Juan. Vamos a cenar”.

El niño se colocó al lado de su padre y siguió su andar cansino. El padre con un suave gesto colocó su mano sobre la cabeza del niño y acarició lentamente sus cabellos, en movimientos circulares.

Juan no pudo evitar mirar de reojo el grueso paquete que el viejo llevaba bajo el brazo. Después, como los dos adultos, fijó la mirada en el suelo y los tres caminaron hacia la puerta de la casa.


Dentro el calor de hogar se unía al de la cocina de hierro que ocupaba un lateral, para caldear aquella noche de diciembre. El aroma del caldo de verduras invadía la estancia donde la familia hacía la vida alrededor de una mesa redonda bajo una lámpara de telasuspendida del techo. Un par de sillones con una pequeña mesa en la que había una lámpara de latón en el rincón de la chimenea, junto a la escalera que subía a los dos dormitorios, completaban el escueto mobiliario. No había espacio, ni necesidad, para más.

La pequeña Clara, dos años menor que Juan, y que a duras penas superaba la altura de la mesa, estaba colocando los platos, vestida con un mandil de cuadros parecido al de su madre, quien se afanaba en el fogón con una gruesa cuchara de madera en la mano a modo de batuta.

Rápidamente terminaron de disponerlo todo para la cena, mientras el Padre y el hijo mayor se lavaban las manos llenas de betún y se refrescaban la cara en una pila junto a la puerta trasera de la cocina.

Una vez sentados todos a la mesa alrededor de la humeante sopera, Don Albert como todas las noches dio gracias por la comida y la felicidad de tener a toda la familia reunida tras una larga jornada, en una ceremonia que no por repetida dejaba de ser plenamente sentida por cada uno de los miembros.

Después en un ritual perfectamente sincronizado fueron pasando los platos hasta la madre, que tras llenarlos de sopa los devolvía en el mismo movimiento circular para que quedaran repartidos en la mesa. Cuando comenzaron a comer, en silencio, Juan no podía dejar de mirar aquel paquete que su padre había dejado sobre la mesita junto a los sillones. Pero ni dijo nada, ni se le ocurriría hacerlo.

La cena transcurrió pausadamente y en casi total silencio, salvo algunas breves preguntas de la madre sobre los acontecimientos del día que fueron respondidas por Albert hijo, completando los monosílabos de su padre.

Cuando llegó la hora del postre, Doña Inés bajó la pesada puerta del horno y sacó un esponjoso bizcocho sobre el que vertió una gruesa capa de chocolate aún caliente, con el cazo. 

Luego sacó unas velas del pequeño cajón de la alacena y adornó la tarta. Las encendió con un ascua del fogón y la llevó a la mesa colcándola en el centro con una enorme sonrisa. Juan pensó que la cara de su madre resplandecía más que la de la figura de la Virgen del altar de su colegio.

Por un momento todos miraron a Juan y los ojos les brillaban llenos de cariño. La pequeña Clara corrió al lado de su hermano. Con la tarta delante del niño, éste se subió de rodillas a la silla para contemplarla en toda su magnitud y poder acercarse más a ella. La miró con emoción un segundo. Después, miró a su padre.

Feliz cumpleaños, hijo. Puedes pedir un deseo y soplar las velas”, dijo escuetamente. En su ronca voz había una pincelada de calidez que Juan rara vez escuchaba.

Juan miró al paquete de reojo y después cerro muy fuerte los ojos y juntó las manos. Con los ojos cerrados y una única cosa en la mente, respiró hondo. De inmediato los abrió, se echó hacia delante y apagó las 8 velas de un solo soplido. Los aplausos de Clara adornaron el momento. Después su madre cortó la tarta y la repartió en el mismo orden que el resto de la comida, siguiendo la posición en la mesa: primero el padre, luego Albert hijo, después Juan y Clara y finalmente ella.

Todos degustaron la tarta con una sonrisa. Menos Juan que dio cuenta de ella como si pudiera desaparecer si perdía un sólo segundo. Una vez terminada se limpió los restos de chocolate de la comisura de los labios y cruzó los brazos sobre la mesa poniendo erguida la espalda, como tantas veces hacía cuando las monjas exigían orden y silencio. La mirada clavada en su padre.

Este saboreaba el bizcocho lentamente con la mirada fija en el plato. Tras apenas un segundo, que a Juan le parecieron horas, pero dispuesto a aguantar lo que hiciera falta, el padre le miró por encima de los gruesos cristales. Apenas una décimas y volvió a bajar la mirada al plato. Y pausadamente dijo: “Anda, Albert dale el paquete”.

El hermano mayor se levantó y cogió el paquete que estaba detrás él. Con una gran sonrisa, como si conociera un secreto que por fin iba a compartir con su hermano menor, se lo acercó. Juan sólo tenía ojos para el paquete cuando este llegó a sus manos, pero aún así se detuvo un segundo y miró con todo el amor que podía primero a su padre, que le devolvió un guiño imperceptible y después a su hermano y a su madre. Clara se abalanzaba sobre él. Respiró profundamente y desató el nudo y retiró el papel.

Sus ojos brillaron como nunca y su respiración se aceleró hasta lo indecible. En sus manos tenía el par de botas de fútbol más brillantes y más bonitas que jamás podría haber imaginado. El cuero negro estaba pulido e impecable y los refuerzos cosidos y teñidos de blanco alrededor de los ojales, en las cuatro franjas de los laterales y en la parte alta del talón le daban un toque de distinción y elegancia. Parecían los guantes de un mago... del balón. Pasó los menudos dedos recorriendo cada milímetro de su superficie. Después les dio la vuelta y acarició los pequeños tacos de goma de la suela. Era como si toda la vida hubieran estado unidos al cuerpo de la bota. Apenas se podían distinguir las costuras engrasadas metidas en las pequeñas acanaladuras de la suela. Les dio varias veces la vuelta y las observó desde todos los ángulos apreciando cada detalle, antes de pedir permiso para ponérselas.

Pues claro, cariño, son tuyas”, le dijo su madre, confirmándole algo que todavía no podía creer.

Cuando se las calzó notó como el pie entraba suavemente y quedaba acomodado en el interior acolchado. Cuando tensó los cordones la piel se ciñó perfectamente a la forma del pie. Tras pasar los largos cordones blancos alrededor de la bota un par de veces los ató con doble lazada bien sujetos. Entonces se puso de pie.

Por un momento necesitó acomodar el peso en toda la planta para poder estabilizarse sobre los pequeños tacos. A continuación dio unos pasos. Las botas eran ligeras y flexibles. Y agarraban el pie con firmeza. Lanzó una mirada llena de alegría e ilusión a sus padres.

Anda, ve al descampado a probarlas...”, le dijo su madre, y cogiendo el balón salió como una exhalación. Su hermano apenas pudo ponerse el chaquetón para seguirlo.

Albert, sólo media hora, que se tiene que acostar pronto para el partido de mañana”, le dijo Doña Inés.

Tranquila, mamá...”.


En el descampado que había al otro lado de la tapia del jardín trasero, Juan comprobó que los tacos se agarraban a la tierra suelta y algo dura como nunca había notado unas suelas. Giraba y no se resbalaba. Frenaba y tenía pleno apoyo para salir como una flecha de nuevo.

Y al golpear el balón, la puntera reforzada y el empeine con la curva suave y uniforme, acariciaban el balón con el tacto perfecto de cada costura de la pelota. Podía chutar tan fuerte como quisiera. El cuero amortiguaba la dureza del balón recién hinchado por su hermano.

Así estuvo un buen rato que a él le parecieron siglos hasta que Albert le avisó para que pararan y volvieran. No había nada que le gustara más que jugar con su hermano mayor. las contadas veces que éste podía. Bueno, salvo jugar partidos con un equipo importante como iba suceder la día siguiente, claro.

Iba a jugar en los benjamines del equipo de la ciudad. Aún le faltaba un año para tener la edad, pero el Padre Servando, quien le dirigía en el equipo de su colegio, había avisado a un amigo suyo que estaba en el cuerpo técnico del equipo profesional, un polaco muy raro al que no se le entendía nada y escupía en el suelo constantemente, para que le viera en alguno de los partidos de la Liga de Colegios y este le había dicho que Juan tenía que “probar” en el Equipo.

Que su cumpleaños fuera justo el día de antes de la prueba había sido una gran suerte. Con esas botas ya nadie le alcanzaría. Sería un rayo corriendo con el balón por el campo. Podría poner el balón donde él quisiera y nadie podría aguantar sus regates.

Cuando volvían andando, por un momento, por primera vez, pensó que quizás no estaría a la altura de aquellos chicos mayores que él.

Tú tranquilo, Juan, juegas mejor que ningún niño que haya visto y sabes perfectamente lo que tienes que hacer”, le tranquilizó su hermano.

Y al fin y al cabo Albert sabía mucho de fútbol. Bueno, sabía casi todo lo que se puede saber.

Antes de mudarse a donde ahora vivían, hacía catorce años Albert había sido seleccionado, en un partido parecido, para jugar con el FCB, un equipo muy importante de la Ciudad de los Condes. Jugó allí durante seis años, eso había oído Juan en las contadas ocasiones en que se hablaba de aquella época en casa, llegando a los juveniles. Todos decían que era un magnífico jugador y que algún día sería profesional.

Después cerraron la fábrica de calzado donde trabaja su padre por culpa de algo relacionado con las fronteras o con el gobierno de aquella región, él nunca había entendido eso, y la familia tuvo que mudarse fuera para encontrar trabajo. Don Albert puso la zapatería, que era lo que había hecho toda su vida y su madre empezó a trabajar en la fabrica de mantas. Su hermano tuvo que empezar a trabajar, mientras estudiaba por las noches. Como cartero por las mañanas, en el mercado llevando recados por las tardes y en el horno de pan en las madrugadas de los fines de semana, además de ayudar a su padre. Con ese horario no quedaba tiempo para jugar al fútbol, aunque este nunca desaparecería de su vida. Le gustaba leer sobre fútbol, veía todos los partidos que podía en los campos cercanos, da igual de qué categoría o edad, en la televisión, donde fuera y algún día, sí, quizás algún día, seria entrenador.

Cuando acabó los estudios ingresó en la oficina de patentes y después de la jornada seguía ayudando en la zapatería. Ahora con casi 25 años, el fútbol era un bonito recuerdo y sobre todo la ilusión de ver a su hermano menor convertirse en mejor jugador de lo que él jamás habría podido llegar a ser.

Mientas regresaban a casa, Albert le cogió cariñosamente por el hombro y le acercó a él, mientras le revolvía el pelo como su padre, en una broma habitual entre los hermanos. Y Juan en ese momento sintió que efectivamente sabía lo que tenía que hacer al día siguiente y que todo saldría bien. 

También supo que su vida sería el fútbol y que le devolvería a su hermano todo el esfuerzo que él había dado a la familía, para permitirle a Juan vivir su sueño.


Al día siguiente Juan entró brillantemente en los benjamines de Falkis y siete años después pasó a los juveniles de DaniFalkis, donde jugó tres temporadas y consiguió 6 goles, alcanzando una máxima puntuación de seis estrellas y media.


Ascendió al primer equipo en la T30, última temporada del italiano Darío Mazzola. La siguiente temporada vivió, ya con el Míster Gierada, el primer descenso a VIII, por lo que a lo largo de su carrera ha jugado en todas las categorías por las que pasó el Equipo, hasta la histórica y mítica V.

Ha jugado casi 300 partidos con el equipo y con los años se ha convertido seguramente en el auténtico mito del Club: un jugador que desarrolló toda su carrera en Falkis y que consiguió los más grandes éxitos y reconocimientos. Una leyenda.

Hoy en día es considerado uno de los más grandes jugadores y como anécdota mencionar que su cromo de la temporada 31, en la que el Equipo consiguió el ascenso a VI en un partido en el que Juan Gilbert llegó a las increíbles 9 estrellas convirtiéndose en el centrocampista con mayor puntuación hasta aquel momento, ha obtenido cifras estratosféricas en las subastas de memorabilia.

Fue el más joven en incorporarse a los Tres Mosqueteros, línea meduar que marcó el antes y el después en el devenir de falkis, aunque dada su habitual precocidad fue ascendido el segundo tras Fortuny.

Su elegancia, tranquilidad y su honradez en el campo le valieron el sobrenombre de El Kaiser. 

En la T39 se convirtió en el mejor jugador de la historia del Club.


Desde la T30, ha sido el jugador en activo más veterano de la plantilla.

Aunque la llegada de los jóvenes valores de la llamada APP, media diseñada desde la cantera, le relegó a una situación más apartada de la titularidad, siguió ayudando al Equipo cuando así se le necesitó y disputó su último partido, un amistoso, en la T53.

A lo largo de su carrera destacó su carácter carismático que suponía un referente en el vestuario, donde su experiencia y su visión del juego siempre fueron muy tenidos en cuenta.

Siendo su mayor habilidad el juego del balón y siendo un jugador especialmente rápido, también consiguió sus logros como golpeador, anotando a lo largo de su carrera 2 hattricks. 
Se proclamó Pichichi del Equipo en la T41 con 4 goles.

Se retira con 45 años como el 6º mayor goleador en activo y 9º histórico, con 49 goles en partidos de liga, otros 12 en Copa y 20 en amistosos, para un total de 81 goles. Fue máximo goleador histórico en Copa y también en Amistosos adelantando a su amigo y compañero Fortuny .


Tras 37 años en las diferentes categorías de Falkis, su declaración en su perfil del equipo adquiere sin duda toda la relevancia: “Todo se lo debo a mis entrenadores de Falkis”.


Juan Gilbert tendrá un lugar destacado en el equipo técnico del Club y en el Salón de la Fama de Falkis, como lo tiene por méritos propios en la historia y en el corazón de todos los aficionados y seguidores del Equipo de toda su vida.